La oscuridad se cernía sobre Puno como un manto de pesadumbre, pesada y sofocante. El lago Titicaca, usualmente un espejo de serenidad, reflejaba destellos rojos bajo la luz de una luna herida. En las calles empedradas, el viento traía consigo un murmullo ominoso: un llanto lejano, un alarido cortado de raíz. Nadie hablaba de ello, pero todos sentían el cambio, como un susurro en la nuca que no se atreven a mirar. El fin estaba llegando.
1. Una ciudad en silencio
Shomara caminaba por las calles vacías, con una linterna firmemente agarrada entre las manos. La joven, de 28 años, tenía el rostro marcado por el cansancio y los ojos alertas de quien ha visto demasiado. Había aprendido a sobrevivir en un mundo donde lo cotidiano se había transformado en un constante enfrentamiento con la muerte. Su largo cabello negro estaba atado en un desordenado moño, y la mochila que llevaba al hombro parecía pesarle tanto como el alma.
A su lado, Sayuri, de apenas 17 años, tropezaba ocasionalmente sobre los adoquines, demasiado concentrada en mantener el rifle que cargaba como si fuera una extensión de su brazo. Ella era el opuesto de Shomara: menuda, de movimientos rápidos, pero con una energía tensa que a menudo se convertía en impulsividad. Decían que los adolescentes eran resilientes, pero Sayuri no era invulnerable. Sus ojos reflejaban una mezcla de miedo y determinación que, pese a todo, aún la mantenían en pie.
—¿Crees que alguien nos escuchará si llegamos al campanario? —preguntó Sayuri, rompiendo el silencio que había dominado durante horas.
Shomara negó con la cabeza, sus labios apretados en una línea severa.
—No lo sé, pero no podemos quedarnos quietas. Hay que intentar enviar una señal.
La iglesia de San Juan, con su campanario que dominaba la ciudad, era su destino. Decían que desde allí la vista alcanzaba kilómetros más allá del lago, y Shomara estaba convencida de que si alguien seguía vivo, lo verían desde allí. Pero las calles estaban plagadas de sombras, y no todas eran inofensivas.
2. La primera amenaza
Cuando doblaron una esquina cerca del mercado central, el sonido de algo arrastrándose las detuvo en seco. Shomara apagó la linterna y se llevó un dedo a los labios, indicándole a Sayuri que no hiciera ruido. Ambas se pegaron contra una pared, conteniendo la respiración mientras el sonido se acercaba. Era un ruido inconfundible: pasos lentos, desiguales, seguidos de un gorgoteo que helaba la sangre.
Sayuri levantó el rifle, sus manos temblando ligeramente. Shomara puso una mano sobre el cañón, bajándolo despacio.
—Espera… todavía no.
La criatura apareció en el resplandor tenue de una farola rota. Era un hombre… o lo había sido. Su piel estaba pálida y cubierta de llagas, los ojos vidriosos y la mandíbula colgando en un ángulo imposible. Tropezaba hacia adelante con movimientos espasmódicos, pero su olfato parecía estar agudizado, pues giró la cabeza hacia ellas con un chasquido grotesco.
—Ahora —murmuró Shomara.
Sayuri disparó. El eco del rifle rompió el silencio de la noche, y la criatura cayó al suelo con un ruido húmedo. Pero antes de que pudieran respirar aliviadas, un coro de gruñidos emergió en la distancia. Shomara sintió cómo se le helaba el corazón.
—Corremos —ordenó, y ambas echaron a andar hacia la iglesia.
3. Refugio en el campanario
Llegaron jadeando, apenas logrando cerrar las puertas de madera antes de que las primeras criaturas las alcanzaran. Desde las ventanas, podían ver cómo un grupo de al menos diez se arremolinaba alrededor de la entrada, golpeando con manos deformes.
—No aguantarán mucho —dijo Sayuri, con el rostro empapado de sudor.
Shomara asintió, pero no respondió. Señaló hacia la escalera que llevaba al campanario, y ambas comenzaron a subir, cuidando de no tropezar en los escalones gastados. El interior de la torre era frío y estrecho, impregnado del olor rancio de madera vieja y abandono.
Cuando finalmente alcanzaron la cima, Shomara inspeccionó el horizonte. Desde allí, el lago parecía interminable, un abismo negro en el que se reflejaba un cielo igual de oscuro. Encendió la linterna y comenzó a hacer señales, apuntando hacia todas las direcciones.
—Si hay alguien ahí fuera… por favor, respóndanos —susurró, aunque sabía que nadie podría escucharla.
Sayuri se dejó caer en el suelo, apoyando la cabeza contra la pared mientras mantenía el rifle cerca. Los golpes en la puerta seguían retumbando en la distancia.
—¿Qué hacemos si nadie viene? —preguntó, su voz apenas un hilo.
Shomara se quedó en silencio por un momento, su mirada fija en el horizonte.
—Entonces nos preparamos para pelear.
4. El pasado que persigue
El silencio que siguió se llenó con los recuerdos que ambas intentaban enterrar. Shomara había perdido a toda su familia en los primeros días del brote, atrapados en un bus que fue emboscado por infectados cuando intentaban huir hacia Juliaca. Ella había sido la única en escapar, y cada día se preguntaba si el precio de su supervivencia había valido la pena.
Sayuri, por su parte, había sido testigo de la transformación de su madre. Había tenido que dispararle cuando ésta, infectada, intentó atacarla en la pequeña casa que compartían. Esa noche, algo dentro de Sayuri se rompió para siempre.
—¿Crees que aún queda algún lugar seguro? —preguntó la adolescente, rompiendo el incómodo silencio.
Shomara quiso mentir, decirle que sí, pero no encontró las palabras. En cambio, apretó los labios y se sentó a su lado.
—Por eso seguimos intentando. Si nos detenemos, entonces ya estamos muertas.
5. Una luz en la oscuridad
Horas más tarde, cuando el cielo comenzaba a teñirse de un gris pálido, algo rompió la monotonía. Una luz parpadeante en el horizonte, cerca del lago. Shomara se levantó de un salto, agitando la linterna con más fervor. Era una señal, una respuesta.
Pero la esperanza fue efímera. Desde abajo, el sonido de madera astillándose anunció que las criaturas habían comenzado a abrirse paso. Sayuri se levantó, su rifle ya apuntando hacia las escaleras.
—No dejaremos que lleguen hasta aquí —dijo con firmeza.
Shomara asintió, aunque sabía que estaban superadas en número. Aferró un machete que llevaba atado al cinturón y se preparó para lo inevitable.
6. La última batalla
Las criaturas irrumpieron en el campanario como un torrente de sombras deformes, llenando el espacio con un hedor insoportable. Sayuri disparó el primer tiro, derribando a la más cercana, pero sus movimientos eran rápidos y desorganizados. Shomara, con el machete en alto, cortó la carne putrefacta de una que logró acercarse demasiado.
—Atrás —gritó Shomara, bloqueando a otra que intentaba alcanzar a Sayuri. Pero por cada una que caía, dos más subían las escaleras.
Sayuri retrocedió hasta quedar junto a la campana, recargando con prisa. Sus manos temblaban mientras intentaba mantener la calma. Shomara, jadeando, trataba de contenerlas a todas, pero la fatiga comenzaba a vencerla. Una criatura logró agarrarle el brazo, y con un grito de esfuerzo, ella lo derribó con un golpe certero.
En ese momento, la luz en el horizonte comenzó a moverse. Un haz de esperanza cortó la oscuridad mientras un bote a motor aparecía en la orilla del lago. La posibilidad de rescate hizo que ambas redoblaran sus esfuerzos.
—¡Aguanta! —gritó Sayuri, disparando a quemarropa contra otra criatura.
Shomara lanzó un golpe desesperado y, con un esfuerzo final, empujó a varias por el borde del campanario. El sonido de los infectados golpeando el suelo abajo fue seguido de un silencio inquietante.
Ambas se dejaron caer al suelo, jadeando. Desde el horizonte, una bengala iluminó el cielo. La ayuda estaba cerca, pero ¿podrían alcanzarla a tiempo?
7. La carrera contra el tiempo
El eco de los golpes en la puerta principal había cesado, pero ambas sabían que no duraría. Shomara se levantó primero, tambaleándose por el agotamiento. Sus manos temblaban mientras revisaba su machete; el filo estaba mellado, pero aún servía.
—Tenemos que llegar al lago antes de que se den cuenta de que hemos salido —dijo Shomara, mirando hacia la ventana donde la bengala aún brillaba, marcando el camino hacia su salvación.
Sayuri asintió. Su rostro estaba pálido, pero sus ojos reflejaban una determinación férrea. Ambas descendieron la escalera, moviéndose con cautela para evitar cualquier ruido que pudiera delatar su posición.
Al abrir la puerta trasera de la iglesia, el aire frío de la madrugada las envolvió. Todo estaba extrañamente quieto, salvo por el lejano sonido del agua golpeando la orilla. No había tiempo que perder.
—Correremos hasta las casas junto a la plaza y nos moveremos cubiertas. Si algo nos ve… lo eliminamos rápido —indicó Shomara, su voz apenas un susurro.
Sayuri ajustó el rifle sobre su hombro y respiró hondo.
—Estoy lista.
Ambas salieron disparadas, sus pasos resonando levemente en las piedras de la calle empedrada. El frío cortaba sus pulmones, pero no se detuvieron. Al pasar junto a los restos de una tienda destruida, escucharon un ruido. Algo se movía entre las sombras.
—¡Cuidado! —gritó Sayuri justo cuando una figura emergió del callejón.
La criatura saltó hacia ellas, pero Shomara fue más rápida. Con un giro preciso, hundió su machete en el cráneo del infectado, que cayó al suelo con un ruido sordo. Sayuri cubrió su espalda mientras otra figura aparecía más adelante, pero un disparo certero acabó con la amenaza.
—Sigue corriendo —ordenó Shomara, y ambas retomaron la marcha.
El lago finalmente apareció ante ellas, su superficie negra e infinita reflejando las primeras luces del amanecer. En la orilla, el bote las esperaba. Dos figuras humanas les hacían señas, y Shomara sintió una chispa de esperanza encenderse en su interior.
8. La última prueba
Apenas unos metros las separaban del bote cuando un grito gutural rompió el aire. Detrás de ellas, un enjambre de infectados había salido de las calles, atraídos por el ruido del disparo. Eran demasiados.
—¡Corre, Sayuri! —gritó Shomara, empujando a la joven hacia adelante mientras ella se giraba para enfrentarlos.
Sayuri dudó por un instante, pero el rugido de la horda la impulsó a seguir adelante. Los ocupantes del bote también comenzaron a disparar, cubriéndolas mientras Sayuri alcanzaba la orilla.
—¡Sube! —le gritó uno de los hombres, ayudándola a abordar.
Shomara retrocedía lentamente, su machete y su determinación como únicas armas. Pero justo cuando pensaba que no lograría cruzar, una mano fuerte la sujetó por el brazo. Era Sayuri, quien había regresado para ayudarla.
—No te voy a dejar —dijo la joven, sus ojos brillando con una mezcla de miedo y valentía.
Ambas subieron al bote justo cuando los infectados alcanzaban la orilla. Uno de los hombres encendió el motor y el bote se alejó rápidamente, dejando atrás los gruñidos y los rostros deformes que se agitaban en la orilla.
9. El amanecer de una nueva esperanza
Mientras el bote se deslizaba sobre las aguas tranquilas del Titicaca, Shomara y Sayuri se dejaron caer en el suelo, agotadas pero vivas. El sol comenzaba a elevarse sobre el horizonte, tiñendo el cielo de colores cálidos. Por primera vez en mucho tiempo, sintieron algo cercano a la paz.
—Lo logramos —susurró Sayuri, su voz temblorosa.
Shomara asintió, cerrando los ojos por un momento. Sabía que el peligro no había terminado, pero también sabía que, mientras estuvieran juntas, habría esperanza.
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