Capítulo 1: El Silencio en el Alba
La Giralda se alzaba imponente contra el cielo rojizo, teñido por un amanecer que no presagiaba nada bueno. Sus campanas no sonaron esa mañana, y el silencio en las calles de Sevilla era ensordecedor. Clara, una enfermera del Hospital Virgen del Rocío, había terminado su turno nocturno. La ciudad, usualmente bulliciosa a esa hora, parecía dormida, pero no era un sueño ordinario; era un letargo antinatural.
Con su bolso colgando del hombro y los auriculares puestos, Clara caminaba apresuradamente por la Avenida de la Palmera. Un perro famélico cruzó frente a ella, gruñendo hacia las sombras. Algo en sus ojos la inquietó, pero se obligó a ignorarlo. Era solo un perro callejero, ¿verdad?
En el horizonte, un hombre tambaleante apareció bajo las farolas parpadeantes. Su andar era errático, como si estuviera ebrio. Clara frunció el ceño y se apartó ligeramente hacia el borde de la acera, pero cuando pasó junto a él, el hombre giró bruscamente. Sus ojos estaban vacíos, su piel pálida y sus dientes chasqueaban como si intentara morder el aire.
Clara retrocedió, su corazón latiendo con fuerza. «¿Está usted bien?» preguntó, aunque su instinto le decía que debía correr. El hombre soltó un gruñido gutural y avanzó hacia ella. Sin pensarlo, Clara corrió, dejando caer su bolso. Escuchó un grito desgarrador a lo lejos y, al girarse, vio a otros tambaleándose en las calles, atacando a quienes tenían cerca.
Capítulo 2: El Estallido
El caos estalló rápidamente. Las noticias en la radio hablaban de «ataques violentos» en varios barrios de Sevilla. En Triana, un grupo de amigos desayunaba churros cuando un hombre ensangrentado irrumpió en la cafetería. En Santa Cruz, los turistas corrían aterrorizados mientras sus guías eran arrastrados al suelo por figuras agresivas.
Clara llegó a su edificio en Nervión, cerrando la puerta principal detrás de ella con un estruendo. Subió las escaleras a toda prisa, su respiración agitada. Desde la ventana de su apartamento en el cuarto piso, vio cómo las calles se llenaban de gritos, sangre y cuerpos tambaleantes. Intentó llamar a su madre, que vivía en Los Remedios, pero las líneas estaban colapsadas.
Encendió la televisión, esperando encontrar respuestas. Un presentador, visiblemente alterado, explicaba que las autoridades habían declarado un estado de emergencia. «Se desconoce la causa exacta de los ataques, pero se insta a la población a permanecer en sus casas. Bajo ninguna circunstancia se acerquen a los infectados», decía antes de que la señal se cortara abruptamente.
El vecino de Clara, Javier, golpeó su puerta con fuerza. «¡Clara! ¡Ábreme!» gritó. Ella dudó por un instante, pero finalmente abrió. Javier, un joven estudiante de arquitectura, estaba empapado en sudor y con la cara pálida. «¿Has visto lo que está pasando? Esto no es normal. Mi hermano me llamó desde el centro, dice que está lleno de… de esas cosas.»
Capítulo 3: El Refugio Temporal
Clara y Javier decidieron reforzar las puertas y ventanas del edificio. Otros vecinos se unieron, compartiendo noticias y recursos. Entre ellos estaba Carmen, una mujer mayor que no dejaba de rezar con su rosario, y Diego, un mecánico que improvisó armas con herramientas de su taller.
«Esto no es una gripe ni una rebelión,» dijo Diego, sosteniendo un martillo. «Es algo peor. La gente que muere… se levanta otra vez. Lo vi con mis propios ojos.»
El grupo escuchó ruidos en la calle. Un grupo de infectados se había congregado frente al edificio, atraídos por el sonido. «Apagad todas las luces y no hagáis ruido,» susurró Clara, su voz temblando.
Capítulo 4: Huida en la Oscuridad
El refugio temporal no duró mucho. Cuando los infectados lograron entrar, el edificio se convirtió en una trampa mortal. Clara, Javier, Diego y Carmen escaparon por las azoteas, saltando de edificio en edificio. Carmen, aunque era mayor, se movía con sorprendente agilidad, pero finalmente tropezó y cayó en una de las azoteas.
«¡Seguid sin mí!» gritó, mientras los infectados se acercaban. Sus rezos fueron reemplazados por gritos cuando desapareció bajo la multitud.
Capítulo 5: El Puente hacia lo Desconocido
El grupo logró llegar al Puente de Triana, pero lo que encontraron del otro lado fue aún peor. Los infectados estaban por todas partes, y los pocos sobrevivientes que quedaban eran presa fácil. Decidieron dirigirse hacia la Torre del Oro, un lugar estratégico que podría servir como refugio.
En el camino, encontraron a un niño escondido bajo un coche. Estaba solo, con la cara cubierta de lágrimas. «Mi mamá… mi mamá está ahí,» dijo, señalando a una figura tambaleante a lo lejos. Clara lo abrazó y prometió protegerlo.
Capítulo 6: La Torre del Oro
La Torre del Oro se convirtió en su bastión final. Subieron a la cima y bloquearon las entradas con todo lo que encontraron. Desde allí, podían ver la devastación en la ciudad. El río Guadalquivir reflejaba las llamas de edificios ardiendo y las sombras de los infectados.
Pero no estaban a salvo. Las reservas de comida y agua eran limitadas, y el constante acecho de los infectados minaba su moral. Cada noche, los gruñidos y golpes en las puertas resonaban, recordándoles que su tiempo era limitado.
Capítulo 7: La Decisión Final
La Torre del Oro, su refugio durante días, se había convertido en una prisión. Los infectados no dejaban de golpear las puertas inferiores, sus gemidos resonaban como un eco macabro en el interior de la torre. El grupo estaba exhausto, física y emocionalmente. Miguel, el niño que habían rescatado, dormía acurrucado en un rincón mientras Clara revisaba por enésima vez los escasos suministros que les quedaban.
«No llegaremos al anochecer si no hacemos algo», dijo Diego, apoyándose contra la pared. Su voz era firme, pero sus ojos delataban el miedo que intentaba esconder. «He visto barcos en el puerto. Si conseguimos llegar, tal vez encontremos uno funcional.»
Clara levantó la mirada. «¿Y si no lo logramos? No podemos arriesgar al niño. No podemos…»
Javier interrumpió, golpeando el suelo con la suela de su zapato. «¿Qué alternativa tenemos? Si nos quedamos aquí, es cuestión de tiempo antes de que esas cosas entren.»
La discusión continuó hasta el amanecer. Finalmente, Clara accedió. La idea de abandonar la relativa seguridad de la torre era aterradora, pero quedarse significaba una muerte segura.
Capítulo 8: El Sacrificio
El grupo avanzó en silencio por las calles destrozadas de Sevilla. Los infectados estaban por todas partes, pero aprendieron a moverse como sombras, evitando enfrentamientos directos. Cada cruce era un desafío, cada esquina una potencial trampa mortal.
Cuando finalmente divisaron el puerto, una horda de infectados bloqueaba el acceso. Diego se giró hacia los demás, su rostro endurecido por la determinación. «Correremos hacia los barcos. Yo los distraeré.»
«¡No! No puedes hacer eso», protestó Clara, agarrándolo del brazo.
«No hay otra opción», respondió él, sacudiéndose con suavidad. «He sobrevivido cosas peores. Ustedes cuiden al niño.»
Diego corrió hacia los infectados, gritando y golpeando objetos para llamar su atención. Clara, Javier y Miguel aprovecharon la distracción para avanzar hacia el muelle. Desde la distancia, Clara vio cómo Diego luchaba ferozmente, una figura solitaria enfrentándose a un océano de oscuridad.
«Gracias», murmuró, mientras las lágrimas corrían por su rostro.
Capítulo 9: La Salvación
Al llegar al puerto, encontraron un pequeño velero atracado en uno de los muelles menos afectados. El motor estaba intacto, pero las velas estaban desgarradas. Javier trabajó febrilmente para ponerlo en marcha mientras Clara ayudaba a Miguel a abordar.
Los infectados comenzaron a llegar, atraídos por el ruido del motor. Clara agarró un remo y se preparó para defenderse. Sus brazos temblaban, pero su determinación era inquebrantable.
«¡Está listo!» gritó Javier. El motor rugió, y el velero comenzó a alejarse del muelle justo cuando los primeros infectados alcanzaban el borde. Clara y Miguel observaron cómo Sevilla se desvanecía tras ellos, una ciudad consumida por el caos.
«Sobrevivimos», susurró Clara, abrazando al niño mientras el velero se adentraba en las aguas del Guadalquivir.
Capítulo 10: Un Nuevo Comienzo
La calma del río era un contraste brutal con el horror que habían dejado atrás. Javier manejaba el velero en silencio, su mirada fija en el horizonte. Clara y Miguel se sentaron juntos, envueltos en una manta que encontraron a bordo.
«¿Qué pasará ahora?» preguntó Miguel, con su voz temblorosa.
«Seguiremos adelante», respondió Clara, acariciando su cabello. «Buscaremos un lugar seguro. No estamos solos en esto.»
El sol comenzó a alzarse, iluminando un océano vasto y desconocido. Javier, al ver la expresión de Clara, se permitió esbozar una leve sonrisa. «Mientras tengamos esto—», señaló al niño y luego al velero, «—tenemos esperanza.»
El velero siguió su rumbo, con cada ola prometiendo un nuevo inicio. Pero Clara sabía que las verdaderas pruebas aún estaban por llegar.
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